Con la Revolución francesa surgió en Europa la modernidad y con ella el nacimiento de un sistema público de educación. De esta forma, la escuela pública se convirtió en una institución central en la mayoría de las sociedades europeas. En España, en cambio, la centralidad de la escuela pública no fue una constante durante gran parte de nuestra
historia. Más aún, nació en el
siglo XIX como la “escuela de los pobres”, como una escuela residual,
subsidiaria de la escuela privada que, obvio es decirlo, fue durante el citado
siglo una escuela para las llamadas “clases acomodadas”.
En el siglo XX el regeneracionismo
liberal, primero, la Segunda República después, trataron de transformar la
“escuela de los pobres” en una escuela nacional que albergara a toda la población,
haciendo suyo el viejo sueño de un ilustrado como Cabarrús cuando reclamaba
para España una escuela para todos: “grandes [y] pequeños, ricos y pobres;
[todos] deben recibirla igual y simultáneamente. ¿No van todos a la Iglesia?
¿Por qué no irían a este templo patriótico?”.
Durante el franquismo, la naciente
educación republicana fue totalmente erradicada. En su lugar surgió una escuela
confesional centrada en el adoctrinamiento más radical; fue, además, una escuela
de clase, sólo para la población más menesterosa; rigió en ella una completa
separación de género -escuelas para niños y escuelas para niñas-; finalmente,
el sistema educativo practicó una dura segregación que operaba a partir de los diez
años de edad, de modo que una inmensa mayoría cursaba en la escuela pública una
enseñanza primaria muy devaluada, mientras que una pequeña minoría, integrada
por las clases media y superior, cursaba la enseñanza secundaria en los
institutos colegios regentados por las órdenes religiosas. En conclusión, la
escuela pública del franquismo volvió a ser la “escuela de los pobres”, es
decir, una escuela subsidiaria de los colegios privados, que fueron el eje
fundamental del sistema educativo.
Con la transición a la democracia
renació esa vieja tradición que arranca de los ilustrados españoles y culmina
en la Segunda República: se busca ahora una educación pública para todos los
ciudadanos, moderna, de calidad, basada en la transmisión de conocimientos y en
la formación de ciudadanos, es decir, una escuela democrática.
Treinta años después seguimos
necesitando una escuela pública de esas características para hacer frente a los
retos de este siglo, producidos por la globalización y por el cambio de época
que representa la enorme crisis actual. Si queremos que todas las familias
puedan afrontar sin discriminaciones de ningún tipo esos retos, es preciso que
dispongamos, todos, de una escuela
pública fuerte, saneada y de calidad. Es necesario un cambio de cultura
respecto de la escuela pública.
En los países europeos con los que
nos gusta compararnos, la escuela pública cumple la función de integrar a toda
la población porque sólo ella llega a todos los barrios urbanos, a todas las
ciudades, a todos los pueblos, a todas las aldeas (lo que no ocurre nunca con
la escuela privada); por eso es aceptada por todos. No es ningún secreto que
solo la educación pública es capaz de integrar a todos los ciudadanos: sólo
ella ofrece un espacio público donde, durante un largo periodo de años, pueden convivir
niños y niñas de todas las clases sociales, etnias y culturas, sólo ella tiene
la potencialidad de convertirse en una escuela inclusiva.
La función de integración social
es imprescindible si no queremos que la escuela reproduzca el modelo de
estratificación social vigente. Por eso, la política adoptada en algunas
comunidades autónomas contraviene el principio de igualdad cuando aceptan que
los centros concertados sostenidos con fondos públicos adopten procedimientos
de admisión claramente discriminatorios: no sólo se incumplen las obligaciones
legales derivadas del régimen de conciertos, sino que producen, sobre todo, una
segregación basada fundamentalmente en criterios de clase, excluyendo, de su
seno, además, a la población inmigrante. Si persiste esa política se estará minando
la cohesión social y contribuyendo a una desagregación de la sociedad. En este
modelo educativo, a la escuela pública se le asigna un papel que creíamos
superado: ser una reserva para los más pobres, es decir, para todos aquellos
que no pueden optar por centros privados concertados, bien porque estos centros
no están a su alcance por razones físicas (están y se crean en otros barrios,
lo que exige pagar transporte escolar) o por razones económicas (esos centros
perciben normalmente grandes cantidades de las familias por diversos
conceptos), cuando no se producen ambos supuestos.
Frente a esa política de
segregación social, debe alzarse el modelo de una escuela pública integradora
de todas las clases sociales, modelo al que pueden contribuir las escuelas
concertadas si efectivamente cumplen con la misma función integradora.
En segundo lugar, la escuela
pública cumple hoy una función intercultural que responde a una nueva necesidad
y a los retos que presenta una inmigración que ha alterado la composición de la
población con una pluralidad de religiones, lenguas y etnias, haciendo de
España, en un plazo de tiempo espectacularmente corto, un país más diverso de
lo que era. La tendencia actualmente existente de concentrar la población
inmigrante en los centros públicos puede llevar a la conversión de determinadas
escuelas públicas en guetos escolares ocupados predominantemente por
inmigrantes. Si a ello se suma la tendencia a extender los conciertos a determinados
grupos religiosos (¿sectas?), puede resultar a medio y largo plazo un mosaico
escolar potencialmente destructivo para la sociedad. Esta función
intercultural, sin perjuicio de que pueda ser realizada por una escuela
concertada fiel a los compromisos derivados del concierto, sólo puede ser
cumplida en todo el país por una escuela pública, apoyada por los poderes
públicos y reforzada adecuadamente para el logro de esta función.
En tercer lugar, la escuela
pública cumple hoy una función interterritorial. La función de integración interterritorial
de la escuela pública, a escala nacional y europea, responde a la necesidad de
una nueva vertebración social, territorial y cultural, esto es, a reforzar los
lazos de cohesión territorial, solidaridad e identidad colectiva en un país que
ha pasado por un profundo proceso de descentralización desarrollado a velocidad
vertiginosa, a la vez que se integraba decididamente en Europa. La ordenación general
del sistema educativo, competencia del Estado, deja un amplio margen de
desarrollo a las comunidades autónomas, pero esta diversidad, inobjetable en sí
misma, debe ser compatible con servir funciones de integración interterritorial
o supracomunitaria en la escuela pública. La escuela pública, sea cual fuere el
territorio en que se asienta, debe desarrollar prioritariamente las funciones de
integración social, intercultural e interterritorial para cuyo cumplimiento ha
sido creada.
Dada la pluralidad de religiones
llamadas a convivir en la escuela, la escuela pública debe ser laica. No se
trata de una laicidad beligerante, como a veces se dice, sino de recobrar la
esencia de la laicidad. Es la laicidad de la escuela pública la que debe
satisfacer la necesidad de que todos los alumnos, tanto españoles como
inmigrantes, sea cual fuere su creencia o increencia, lengua, etnia o cultura,
puedan encontrar en la escuela pública la casa común, el lugar que se construye
en función de los valores básicos que nos une, dejando de lado lo que nos
separa. Una escuela laica es, por tanto, aquella que es garante de
neutralidad y tolerancia, que respeta positivamente la libertad de pensamiento,
de conciencia y de religión, así como las opciones ideológicas, políticas y
morales de todos, del alumnado, de sus familias, del profesorado y de los demás trabajadores de los
centros. No se trata, repito, como tantas veces se ha dicho, de una escuela
atea, agnóstica, antirreligiosa o anticlerical, sino de una escuela que acepta
el hecho del pluralismo religioso, filosófico, ideológico, político y moral de
la sociedad, que rechaza el proselitismo y el adoctrinamiento a favor de
cualquier religión
particular, sistema filosófico,
opción política, ideológica o moral. Esta función, en mi opinión, sólo puede
realizarla en su integridad la escuela pública o una escuela privada con
vocación pública.
La escuela pública de hoy tiene
que ser democrática. ¿Cómo? Formando ciudadanos educados en las virtudes
cívicas y preparando a los futuros ciudadanos mediante la transmisión de una
cultura política constituida por los valores democráticos de nuestra
Constitución. La escuela pública
tiene que ser un modelo en la transmisión de los valores en los quese asienta
la convivencia pacífica de todos los ciudadanos. Una ciudadanía en la que
pueden y deben integrarse armónicamente la ciudadanía autonómica o de
nacionalidad, la española, la europea y la cosmopolita o mundial. La escuela
pública debe facilitar la formación de identidades múltiples en sociedades cada
vez más complejas y globalizadas.
Finalmente, todo esto debe hacerlo
la escuela pública bajo el signo de la calidad. La escuela pública sigue
llevando hoy el peso de la escolarización, pero ya no se trata de escolarizar a
toda la población desde los tres hasta los dieciséis años, como felizmente se
ha producido en los últimos años, sino de educar con calidad a todos. Para
cumplir con los fines de la enseñanza básica para toda la población, y para
alcanzar los objetivos diseñados para la enseñanza post-obligatoria, la
educación pública necesita más medios de los que tiene si ha de cumplir todos
los fines señalados y hacerlo con calidad. Más aún, necesita más medios que una
escuela privada que selecciona a su alumnado en función de su pertenencia a un
nivel socioeconómico medio o alto, culturalmente homogéneo. No facilitar esos medios
a la escuela pública, como está ocurriendo en algunas comunidades autónomas, es
volver a la concepción decimonónica de una escuela pública residual. La escuela
pública debe cumplir con las funciones que hemos señalado y debe hacerlo con la
máxima calidad y la máxima equidad social.
Los partidos políticos que creen
en la escuela pública tienen aquí un extraordinario campo de actuación, pero
también otros partidos que no han demostrado apoyo alguno a la escuela pública,
cuando no la ahogan con recortes y restricciones presupuestarias. Hora es ya de
que, como sucede en la mayor parte de los países europeos, la escuela pública
sea patrimonio de todos, de la derecha y de la izquierda, del Estado y de las comunidades
autónomas. Pero no sólo de ellos. También de los actores sociales,
especialmente los sindicatos y asociaciones docentes, y de la comunidad
escolar. Y también de los movimientos sociales, las fundaciones, las
cooperativas y las asociaciones que en el ámbito de lo privado pueden
construir, incluso con más libertad, un modelo de escuela privada con vocación
pública. La nueva escuela pública tiene que ser de todos, repito, de la derecha
y de la izquierda, de la iniciativa pública y de la iniciativa privada. Sólo
así podremos responder al formidable reto de un futuro -el futuro es siempre
problemático- que está ya ante nosotros, cargado, si cabe, de mayores riesgos
que nunca.
Manuel de Puelles Benítez
Catedrático de Política de la Educación.
UNED
Publicado en la revista Padresmadres nº
111