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26 diciembre, 2011

¿Por qué es importante (y necesaria) la escuela pública?

El autor afirma que la educación pública es la que puede afrontar con más garantías de éxito retos que ha ocasionado la globalización y la crisis actual, como la integración social, la interculturalidad y la cohesión territorial, entre otros. Por ello señala la necesidad de trabajar por una educación pública para todos los ciudadanos, moderna, democrática, de calidad, basada en la transmisión de conocimientos y en la formación de ciudadanos. Sin embargo, denuncia que algunas comunidades autónomas, al ahogar a la educación pública con recortes y restricciones presupuestarias, regresan al modelo decimonónico de “escuela de los pobres” subsidiaria de la privada.
Con la Revolución francesa surgió en Europa la modernidad y con ella el nacimiento de un sistema público de educación. De esta forma, la escuela pública se convirtió en una institución central en la mayoría de las sociedades europeas. En España, en cambio, la centralidad de la escuela pública no fue una constante durante gran parte de nuestra
historia. Más aún, nació en el siglo XIX como la “escuela de los pobres”, como una escuela residual, subsidiaria de la escuela privada que, obvio es decirlo, fue durante el citado siglo una escuela para las llamadas “clases acomodadas”.

En el siglo XX el regeneracionismo liberal, primero, la Segunda República después, trataron de transformar la “escuela de los pobres” en una escuela nacional que albergara a toda la población, haciendo suyo el viejo sueño de un ilustrado como Cabarrús cuando reclamaba para España una escuela para todos: “grandes [y] pequeños, ricos y pobres; [todos] deben recibirla igual y simultáneamente. ¿No van todos a la Iglesia? ¿Por qué no irían a este templo patriótico?”.

Durante el franquismo, la naciente educación republicana fue totalmente erradicada. En su lugar surgió una escuela confesional centrada en el adoctrinamiento más radical; fue, además, una escuela de clase, sólo para la población más menesterosa; rigió en ella una completa separación de género -escuelas para niños y escuelas para niñas-; finalmente, el sistema educativo practicó una dura segregación que operaba a partir de los diez años de edad, de modo que una inmensa mayoría cursaba en la escuela pública una enseñanza primaria muy devaluada, mientras que una pequeña minoría, integrada por las clases media y superior, cursaba la enseñanza secundaria en los institutos colegios regentados por las órdenes religiosas. En conclusión, la escuela pública del franquismo volvió a ser la “escuela de los pobres”, es decir, una escuela subsidiaria de los colegios privados, que fueron el eje fundamental del sistema educativo.

Con la transición a la democracia renació esa vieja tradición que arranca de los ilustrados españoles y culmina en la Segunda República: se busca ahora una educación pública para todos los ciudadanos, moderna, de calidad, basada en la transmisión de conocimientos y en la formación de ciudadanos, es decir, una escuela democrática.
Treinta años después seguimos necesitando una escuela pública de esas características para hacer frente a los retos de este siglo, producidos por la globalización y por el cambio de época que representa la enorme crisis actual. Si queremos que todas las familias puedan afrontar sin discriminaciones de ningún tipo esos retos, es preciso que dispongamos,  todos, de una escuela pública fuerte, saneada y de calidad. Es necesario un cambio de cultura respecto de la escuela pública.

En los países europeos con los que nos gusta compararnos, la escuela pública cumple la función de integrar a toda la población porque sólo ella llega a todos los barrios urbanos, a todas las ciudades, a todos los pueblos, a todas las aldeas (lo que no ocurre nunca con la escuela privada); por eso es aceptada por todos. No es ningún secreto que solo la educación pública es capaz de integrar a todos los ciudadanos: sólo ella ofrece un espacio público donde, durante un largo periodo de años, pueden convivir niños y niñas de todas las clases sociales, etnias y culturas, sólo ella tiene la potencialidad de convertirse en una escuela inclusiva.

La función de integración social es imprescindible si no queremos que la escuela reproduzca el modelo de estratificación social vigente. Por eso, la política adoptada en algunas comunidades autónomas contraviene el principio de igualdad cuando aceptan que los centros concertados sostenidos con fondos públicos adopten procedimientos de admisión claramente discriminatorios: no sólo se incumplen las obligaciones legales derivadas del régimen de conciertos, sino que producen, sobre todo, una segregación basada fundamentalmente en criterios de clase, excluyendo, de su seno, además, a la población inmigrante. Si persiste esa política se estará minando la cohesión social y contribuyendo a una desagregación de la sociedad. En este modelo educativo, a la escuela pública se le asigna un papel que creíamos superado: ser una reserva para los más pobres, es decir, para todos aquellos que no pueden optar por centros privados concertados, bien porque estos centros no están a su alcance por razones físicas (están y se crean en otros barrios, lo que exige pagar transporte escolar) o por razones económicas (esos centros perciben normalmente grandes cantidades de las familias por diversos conceptos), cuando no se producen ambos supuestos.

Frente a esa política de segregación social, debe alzarse el modelo de una escuela pública integradora de todas las clases sociales, modelo al que pueden contribuir las escuelas concertadas si efectivamente cumplen con la misma función integradora.

En segundo lugar, la escuela pública cumple hoy una función intercultural que responde a una nueva necesidad y a los retos que presenta una inmigración que ha alterado la composición de la población con una pluralidad de religiones, lenguas y etnias, haciendo de España, en un plazo de tiempo espectacularmente corto, un país más diverso de lo que era. La tendencia actualmente existente de concentrar la población inmigrante en los centros públicos puede llevar a la conversión de determinadas escuelas públicas en guetos escolares ocupados predominantemente por inmigrantes. Si a ello se suma la tendencia a extender los conciertos a determinados grupos religiosos (¿sectas?), puede resultar a medio y largo plazo un mosaico escolar potencialmente destructivo para la sociedad. Esta función intercultural, sin perjuicio de que pueda ser realizada por una escuela concertada fiel a los compromisos derivados del concierto, sólo puede ser cumplida en todo el país por una escuela pública, apoyada por los poderes públicos y reforzada adecuadamente para el logro de esta función.

En tercer lugar, la escuela pública cumple hoy una función interterritorial. La función de integración interterritorial de la escuela pública, a escala nacional y europea, responde a la necesidad de una nueva vertebración social, territorial y cultural, esto es, a reforzar los lazos de cohesión territorial, solidaridad e identidad colectiva en un país que ha pasado por un profundo proceso de descentralización desarrollado a velocidad vertiginosa, a la vez que se integraba decididamente en Europa. La ordenación general del sistema educativo, competencia del Estado, deja un amplio margen de desarrollo a las comunidades autónomas, pero esta diversidad, inobjetable en sí misma, debe ser compatible con servir funciones de integración interterritorial o supracomunitaria en la escuela pública. La escuela pública, sea cual fuere el territorio en que se asienta, debe desarrollar prioritariamente las funciones de integración social, intercultural e interterritorial para cuyo cumplimiento ha sido creada.

Dada la pluralidad de religiones llamadas a convivir en la escuela, la escuela pública debe ser laica. No se trata de una laicidad beligerante, como a veces se dice, sino de recobrar la esencia de la laicidad. Es la laicidad de la escuela pública la que debe satisfacer la necesidad de que todos los alumnos, tanto españoles como inmigrantes, sea cual fuere su creencia o increencia, lengua, etnia o cultura, puedan encontrar en la escuela pública la casa común, el lugar que se construye en función de los valores básicos que nos une, dejando de lado lo que nos separa. Una escuela laica es, por tanto, aquella que es garante de neutralidad y tolerancia, que respeta positivamente la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión, así como las opciones ideológicas, políticas y morales de todos, del alumnado, de sus familias, del profesorado y de los demás trabajadores de los centros. No se trata, repito, como tantas veces se ha dicho, de una escuela atea, agnóstica, antirreligiosa o anticlerical, sino de una escuela que acepta el hecho del pluralismo religioso, filosófico, ideológico, político y moral de la sociedad, que rechaza el proselitismo y el adoctrinamiento a favor de cualquier religión
particular, sistema filosófico, opción política, ideológica o moral. Esta función, en mi opinión, sólo puede realizarla en su integridad la escuela pública o una escuela privada con vocación pública.

La escuela pública de hoy tiene que ser democrática. ¿Cómo? Formando ciudadanos educados en las virtudes cívicas y preparando a los futuros ciudadanos mediante la transmisión de una cultura política constituida por los valores democráticos de nuestra
Constitución. La escuela pública tiene que ser un modelo en la transmisión de los valores en los quese asienta la convivencia pacífica de todos los ciudadanos. Una ciudadanía en la que pueden y deben integrarse armónicamente la ciudadanía autonómica o de nacionalidad, la española, la europea y la cosmopolita o mundial. La escuela pública debe facilitar la formación de identidades múltiples en sociedades cada vez más complejas y globalizadas.

Finalmente, todo esto debe hacerlo la escuela pública bajo el signo de la calidad. La escuela pública sigue llevando hoy el peso de la escolarización, pero ya no se trata de escolarizar a toda la población desde los tres hasta los dieciséis años, como felizmente se ha producido en los últimos años, sino de educar con calidad a todos. Para cumplir con los fines de la enseñanza básica para toda la población, y para alcanzar los objetivos diseñados para la enseñanza post-obligatoria, la educación pública necesita más medios de los que tiene si ha de cumplir todos los fines señalados y hacerlo con calidad. Más aún, necesita más medios que una escuela privada que selecciona a su alumnado en función de su pertenencia a un nivel socioeconómico medio o alto, culturalmente homogéneo. No facilitar esos medios a la escuela pública, como está ocurriendo en algunas comunidades autónomas, es volver a la concepción decimonónica de una escuela pública residual. La escuela pública debe cumplir con las funciones que hemos señalado y debe hacerlo con la máxima calidad y la máxima equidad social.

Los partidos políticos que creen en la escuela pública tienen aquí un extraordinario campo de actuación, pero también otros partidos que no han demostrado apoyo alguno a la escuela pública, cuando no la ahogan con recortes y restricciones presupuestarias. Hora es ya de que, como sucede en la mayor parte de los países europeos, la escuela pública sea patrimonio de todos, de la derecha y de la izquierda, del Estado y de las comunidades autónomas. Pero no sólo de ellos. También de los actores sociales, especialmente los sindicatos y asociaciones docentes, y de la comunidad escolar. Y también de los movimientos sociales, las fundaciones, las cooperativas y las asociaciones que en el ámbito de lo privado pueden construir, incluso con más libertad, un modelo de escuela privada con vocación pública. La nueva escuela pública tiene que ser de todos, repito, de la derecha y de la izquierda, de la iniciativa pública y de la iniciativa privada. Sólo así podremos responder al formidable reto de un futuro -el futuro es siempre problemático- que está ya ante nosotros, cargado, si cabe, de mayores riesgos que nunca.

Manuel de Puelles Benítez
Catedrático de Política de la Educación. UNED
Publicado en la revista Padresmadres nº 111